A Keyla y Pedro
Las estrellas, la noche y el río.
Ocho de la noche.
Martes, 10 de enero de 1989.
El destartalado camión que nos transporta, a mi madre y a mí, llega a la bifurcación de Túmac.
Aparecen tres personas: una abuela, un viejo y un muchacho.
El viejo agita el poncho que lo cubre y detiene el carro. Conversa con el chofer.
El chofer trepa al viejo camión que nos traslada y habla. Dice que es mejor no seguir.
Los guardias -eran dos-, al escucharlo, conminan al cauteloso chofer. “Si tienes miedo dame la caña a mí”, se atreven a decir.
-No, a nadie le doy el carro- responde Doctorcito- Si así quieren, el que no debe no teme. Yo sigo.
No hubo más palabras. En la desolación de la noche emprendimos el tenso ascenso.
Mientras nos aproximamos, el ómnibus -que no pudimos abordar- al doblar la primera curva aparece resplandeciendo en la oscuridad. Sus luces, de variados colores, refulgen inmóviles, encendidas con trágica nitidez.
°°°°°°°°°°°°°°°°°
Sábado 7 de enero.
Viaje a Andahuasi.
Pedro me regala varios litros de guarapo. (Guarapo es el jugo de caña de azúcar que sirve de muestra para probar su maduración y hacer luego el proceso derivado).
El campeonato que se inaugura aquel día lleva el nombre del gerente asesinado hace apenas unos meses, durante la incursión terrorista a la cooperativa.
Concurren la madre, la esposa y la hija del gerente como invitados.
Al verla caminar, la muchacha me parece más bella de lo que la muestran los periódicos.
°°°°°°°°°°°°°°°°°
Lunes 8 de enero.
La reconozco apenas al verla llegar. Pues la conozco de cierta vez que coincidimos en alguna celebración en la que, me parece, no solo hablamos sino también bailamos. Esta vez, nos volvemos a ver en Barranca.
Su aparición decidió nuestra suerte: cedió su asiento a mi madre.
Viajamos hasta el cruce en un camión mixto repleto de gorgorinos y guardias.
Llegamos al atardecer, a la hora en que el día se despide poblada de sombras, al tramo donde se junta (y divide) la carretera: Pamplona.
Allí, junto al río y en la base de los cerros, los Quispe conducen una venta de comidas y hospedaje.
A la mujer la conocen: lleva mercaderías hacía Cajatambo.
Al vernos aparecer, los dueños de casa nos acogen en la habitación principal, que sirve de tienda y depósito a la vez. Allí, al lado de la mesa, entre costales apilados, reposa, además, un arpa.
Al final de la tarde un muchacho hace su aparición y da vida al arpa. Afina sus cuerdas y la emprende con un huayno. La mujer se acerca y se pone a cantar. Entonces también las muchachas del hospedaje vienen a alojarse en el canto de su voz.
Entonces bailamos. Bailamos y brindamos hasta la medianoche.
°°°°°°°°°°°°°°°°°
Martes 9
9 a.m. Llega un hombre joven diciendo ser ganadero y estudiante.
11 a.m. El arpista vuelve a prenderse de las cuerdas y la mujer sigue cantando.
1 p.m. De regreso de Cajatambo el camión que distribuye bebidas gaseosas desembarca más extraños.
3.30 p.m. El ómnibus municipal pasa repleto sin detenerse por más señas que le hicimos para recogernos.
5 p.m. Un destartalado Dodge 300 conducido por un chofer al que llaman Doctorcito nos recoge, es decir, hace lo que no hizo el omnibus: nos transporta. La mujer, contra lo previsto, prefiere quedarse en compañía de los recién llegados.
8 p.m. Llegamos a Tumác y decidimos iniciar el ascenso del serpentín.
°°°°°°°°°°°°°°°°°
Las luces del camión, al voltear una curva, que es a la vez un callejón, ilumina una ruma de piedras y ramas que nos cierran el paso. Enseguida ocurre algo que parece una historia de viñetas de periódicos: un cuerpo emponchado empuña un paquete de cartuchos de dinamita y grita.
Al escucharlo Doctorcito con todo apremio y convicción pisa el freno y para en seco para mentarles, con todas las ganas, la madre a los guardias que lo miran confundidos y aterrados.
Los guardias no atinan a reaccionar. Al verlos, más por incomodidad que por piedad, les digo: “¡Corran!, ¡corran por allí!”. Entonces comienzan a correr carretera abajo.
Generosa, más que nunca, a ese par de cojudos los salvó la noche. Se escabulleron en la oscuridad. Tuvieron tiempo.
Los vieron pero alcanzaron a huir.
No puedo no pensar. Pienso en mi madre.
- ¡Los hombres al suelo! ¡Al suelo!
Con una simpleza casi vulgar, en minutos que parecen horas, la punta de un fusil FAL roza mi cabeza y se detiene para también, a su manera, responder.
Hierba silvestre. Aroma puro. “¡Carajo, también aquí!” pienso. La desesperación de mi madre me hiere y me llena de ira.
Entonces levanto la cabeza decidido a decir lo único que debía y podía decir:
- Soy de Ambar y vengo por una cosecha de papas.
Las estrellas, la noche y el río rigen el curso inexorable del drama.
Doctorcito les confirma: Sí, subieron en el cruce de Pamplona. Era claro entonces que no era el ingeniero que debía señalar el FAL. El odiado empleado del gobierno que el verdugo habría de ajusticiar.
Por el contrario, mientras oscilaban un par de botas suspendidas de los cordones, con disimulo y con el mismo tono cordial del muchacho que conocí en el zaguán de mi casa en Lascamayo, el implacable ejecutor alcanzó a decirme:
- Te necesito. Te buscaré.
Menudo y robusto, un golpe fraternal en mi estomago acompaña sus palabras, antes de partir junto con su pelotón encaramado en el camión de Doctorcito.
Pronto desaparecieron: no en mi memoria. La curva quedó atrás.
Para ellos, no para nosotros. Pues allí pasaron la noche los sobrevivientes de un ómnibus en llamas junto a siete cuerpos en verdad, y en definitiva, pasajeros.
Ocho de la noche.
Martes, 10 de enero de 1989.
El destartalado camión que nos transporta, a mi madre y a mí, llega a la bifurcación de Túmac.
Aparecen tres personas: una abuela, un viejo y un muchacho.
El viejo agita el poncho que lo cubre y detiene el carro. Conversa con el chofer.
El chofer trepa al viejo camión que nos traslada y habla. Dice que es mejor no seguir.
Los guardias -eran dos-, al escucharlo, conminan al cauteloso chofer. “Si tienes miedo dame la caña a mí”, se atreven a decir.
-No, a nadie le doy el carro- responde Doctorcito- Si así quieren, el que no debe no teme. Yo sigo.
No hubo más palabras. En la desolación de la noche emprendimos el tenso ascenso.
Mientras nos aproximamos, el ómnibus -que no pudimos abordar- al doblar la primera curva aparece resplandeciendo en la oscuridad. Sus luces, de variados colores, refulgen inmóviles, encendidas con trágica nitidez.
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Sábado 7 de enero.
Viaje a Andahuasi.
Pedro me regala varios litros de guarapo. (Guarapo es el jugo de caña de azúcar que sirve de muestra para probar su maduración y hacer luego el proceso derivado).
El campeonato que se inaugura aquel día lleva el nombre del gerente asesinado hace apenas unos meses, durante la incursión terrorista a la cooperativa.
Concurren la madre, la esposa y la hija del gerente como invitados.
Al verla caminar, la muchacha me parece más bella de lo que la muestran los periódicos.
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Lunes 8 de enero.
La reconozco apenas al verla llegar. Pues la conozco de cierta vez que coincidimos en alguna celebración en la que, me parece, no solo hablamos sino también bailamos. Esta vez, nos volvemos a ver en Barranca.
Su aparición decidió nuestra suerte: cedió su asiento a mi madre.
Viajamos hasta el cruce en un camión mixto repleto de gorgorinos y guardias.
Llegamos al atardecer, a la hora en que el día se despide poblada de sombras, al tramo donde se junta (y divide) la carretera: Pamplona.
Allí, junto al río y en la base de los cerros, los Quispe conducen una venta de comidas y hospedaje.
A la mujer la conocen: lleva mercaderías hacía Cajatambo.
Al vernos aparecer, los dueños de casa nos acogen en la habitación principal, que sirve de tienda y depósito a la vez. Allí, al lado de la mesa, entre costales apilados, reposa, además, un arpa.
Al final de la tarde un muchacho hace su aparición y da vida al arpa. Afina sus cuerdas y la emprende con un huayno. La mujer se acerca y se pone a cantar. Entonces también las muchachas del hospedaje vienen a alojarse en el canto de su voz.
Entonces bailamos. Bailamos y brindamos hasta la medianoche.
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Martes 9
9 a.m. Llega un hombre joven diciendo ser ganadero y estudiante.
11 a.m. El arpista vuelve a prenderse de las cuerdas y la mujer sigue cantando.
1 p.m. De regreso de Cajatambo el camión que distribuye bebidas gaseosas desembarca más extraños.
3.30 p.m. El ómnibus municipal pasa repleto sin detenerse por más señas que le hicimos para recogernos.
5 p.m. Un destartalado Dodge 300 conducido por un chofer al que llaman Doctorcito nos recoge, es decir, hace lo que no hizo el omnibus: nos transporta. La mujer, contra lo previsto, prefiere quedarse en compañía de los recién llegados.
8 p.m. Llegamos a Tumác y decidimos iniciar el ascenso del serpentín.
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Las luces del camión, al voltear una curva, que es a la vez un callejón, ilumina una ruma de piedras y ramas que nos cierran el paso. Enseguida ocurre algo que parece una historia de viñetas de periódicos: un cuerpo emponchado empuña un paquete de cartuchos de dinamita y grita.
Al escucharlo Doctorcito con todo apremio y convicción pisa el freno y para en seco para mentarles, con todas las ganas, la madre a los guardias que lo miran confundidos y aterrados.
Los guardias no atinan a reaccionar. Al verlos, más por incomodidad que por piedad, les digo: “¡Corran!, ¡corran por allí!”. Entonces comienzan a correr carretera abajo.
Generosa, más que nunca, a ese par de cojudos los salvó la noche. Se escabulleron en la oscuridad. Tuvieron tiempo.
Los vieron pero alcanzaron a huir.
No puedo no pensar. Pienso en mi madre.
- ¡Los hombres al suelo! ¡Al suelo!
Con una simpleza casi vulgar, en minutos que parecen horas, la punta de un fusil FAL roza mi cabeza y se detiene para también, a su manera, responder.
Hierba silvestre. Aroma puro. “¡Carajo, también aquí!” pienso. La desesperación de mi madre me hiere y me llena de ira.
Entonces levanto la cabeza decidido a decir lo único que debía y podía decir:
- Soy de Ambar y vengo por una cosecha de papas.
Las estrellas, la noche y el río rigen el curso inexorable del drama.
Doctorcito les confirma: Sí, subieron en el cruce de Pamplona. Era claro entonces que no era el ingeniero que debía señalar el FAL. El odiado empleado del gobierno que el verdugo habría de ajusticiar.
Por el contrario, mientras oscilaban un par de botas suspendidas de los cordones, con disimulo y con el mismo tono cordial del muchacho que conocí en el zaguán de mi casa en Lascamayo, el implacable ejecutor alcanzó a decirme:
- Te necesito. Te buscaré.
Menudo y robusto, un golpe fraternal en mi estomago acompaña sus palabras, antes de partir junto con su pelotón encaramado en el camión de Doctorcito.
Pronto desaparecieron: no en mi memoria. La curva quedó atrás.
Para ellos, no para nosotros. Pues allí pasaron la noche los sobrevivientes de un ómnibus en llamas junto a siete cuerpos en verdad, y en definitiva, pasajeros.
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